MARCEL MARCEAU... el mimo que no odié

Y murió Marcel Marceau. Pero estaba viejito. Atrás quedó el ímpetu de sus inicios. Atrás quedaron esas articulaciones que le valieron fama mundial al no moverse ni un milímetro mientras simulaba apoyarse en una pared (tan típico en los mimos, ¿no?)

Se fue para siempre y no pude dejar de recordar cuando en su última visita a Chile me escabullí hasta su camerino y le conocí. Pues allí, en la intimidad de esa guarida del artista, el maestro me dedicó unos pensamientos que jamás olvidaré.

Ese ícono de la pantomima me tomó por los brazos y me regaló un consejo que calaría hondo en mi interior. Esa noche, Marcel Marceau me dijo:




















Con-mo-ve-dor, ¿no es verdad? En aquel momento pensé lo mismo que ahora ustedes. ¿Cómo alguien es capaz de decir tanto con su pantomima? Y me sentí feliz, ya que no sólo me dedicó esos consejos. También me dio su teléfono y me dijo que le llamara cuando quisiera.

Así lo hice, pero debo haber anotado mal el número, o simplemente don Marcel se olvidó de mí, porque nunca logré comunicarme. Es decir, levantaban el teléfono, pero nadie respondía al otro lado de la línea. Nunca entendí por qué…

Ahora que ya se fue, estoy seguro que es el único mimo que no detesto. O que no alcancé a detestar. Probablemente porque nunca lo vi molestando a la gente, esa particularidad tan pusilánime y propia de los mimos. Es que, ¿porqué molestar a los peatones con la cara pintada? Si vas a jorobarme… Pues a cara descubierta, ¡cobarde!

Además, nunca me ha quedado muy claro el lado mágico y divertido de un tipo que no puede hablar, tiene la piel enfermizamente blanca y no hace -básicamente- otra cosa que remedar a los demás. Con esas características, lo primero que pensaría de un hombre es que padece una patología que, a mi modo de ver, debiera ser tratada de manera urgente.

Tampoco he entendido cuál es la motivación detrás del mimo. Porque, por más que los observo y observo, nunca encuentro el sombrerito o la cajita de zapatos donde echarle una moneda. Hasta me he topado con mimos que se van de la escena (montados en el capot de un auto o simplemente remedando a una señora que se pierde entre la multitud) y nunca reaparecen. Incomprensible.

Pero si hablamos de mimos, no puedo abstenerme de homenajear a mi padre. Una de las cosas que me enorgullecen de ese hombre, es que es el único “civil” del que tenga conocimiento, que haya hecho beber de su propia medicina a un mimo. ¡Como lo leen! Mi mentor tuvo a bien ponerse tras un mimo en un supermercado y proceder a imitarle (a cara descubierta, por supuesto) en todos sus movimientos. Y la reacción del respetable no se hizo esperar. Vítores y hurras regocijaron a mi padre, mientras decenas de hombres y mujeres identificaron en él la voz (o, ya que estamos hablando de mimos, los gestos) de tantos que por décadas han querido devolverle la mano al molesto mimo. Esa blanca y movediza mano.

Ahora, bien. Si me obligan a encontrarle un sentido al paliducho personaje, no sería otro que el de alejar a las multitudes. ¿No me cree? Pare un mimo en la entrada de un evento o simplemente en una plaza. Y estadísticamente compruebe cuántas personas querrán evitarlo.

Pero bué… ¡Adiós Marcel Marceau! Y si vienes a penarme cuando esté dormido, cagaste, porque con tu pantomima no me voy a despertar.

(Si estás leyendo esto y eres mimo… eee… no lo decía por ti… yo estaba hablando de los otros mimos… esos que molestan)