HABLANDO CON MIS CONDONES

Hace poco una amiga me dijo textual: “yo hablo con el diafragma”… Pasó un par de segundos y me di cuenta que se refería al músculo que separa la cavidad torácica de la abdominal. Y que lo decía por su voz de pito.

Pero mentiría si no admitiera que en un principio me la imaginé, precisamente, hablando con su diafragma. Pero con “ese” diafragma (las chiquillas me entenderán de inmediato) El que separa otras cosas y que se ubica en otras cavidades. Y para qué decirles que en ese par de segundos mi mayor preocupación era saber si le conversaba cuando estaba puesto o cuando lo tenía en la cartera.

Pero en fin, la cosa es que dentro de ese torbellino de cavilaciones me vi por un segundo hablando con mis condones. Claro. Si alguien habla con su diafragma, ¿no puedo yo relacionarme con mi amigo el condón?

Qué se yo. Me imaginé contándole la teleserie. Echando la talla, tal vez. Porque, ¿de qué más podría hablar uno con sus preservativos? Ellos nos conocen tan íntimamente, son nuestros confidentes, saben de nuestras penas (sí, leyó bien, dije penAs) y alegrías. Si fallamos podrían hundirnos, porque también conocen nuestras debilidades. De hecho, después de usados, lo mejor es apuntarles con un arma y despedirlos con un: “lo siento… pero sabes demasiado”… y ¡bang!

Los condones comparten nuestras aventuras más descabelladas. Como una vez en que junto a los míos terminé en medio de un interrogatorio. Fue hace tiempo, luego de mi tradicional debate para definir a qué opción aferrarme con el objeto de combatir la sífilis aquella semana. Ahí estaba yo, deshojando mi margarita: “abstinencia”… “pareja única”… “condón”… “abstinencia”… “pareja única”… “condón”. Y salió condón. Así que partí a comprarlos.

Ya con la mercancía en mis manos y mi cuerpo girando en busca de la puerta de salida, fue cuando me paralicé al escuchar la frágil voz de la farmaceuta, que me detuvo con un: “¡Joven!, ¿quiere inscribirse para acumular puntos con su tarjeta Cruz Verde?” Y tiempo tenía, así que ascentí.

Pues ahí me quedé. Delante del mostrador, con mi caja de condones en la mano y respondiendo frente a una desconocida sobre mi vida privada. Que cuál es su RUT, que cuál es su dirección. Que déme su teléfono. Le faltó poco para preguntarme con quién iba a usar los famosos condones.

Y no es que me complicara responder y quedar inscrito para acumular puntos. Lo que me pareció gracioso fue que el hecho ocurriera justo el día que compraba preservativos. ¿No me podía pasar con mis típicas sales de fruta o con un inocente palto miel? No. Con los condones tenía que ser.

Recordé alguna película ochentera gringa donde un preadolescente espinilludo (temeroso frente a su primera compra) pasaba a la botica del pueblo, pedía sus condones y resultaba ser -ante cámaras, challas, bombos y platillos- el cliente número 1000 que pedía de esa marca. Por lo que finalmente era fotografiado y dejado en evidencia vía periódico local, con sus condones en la mano.

Pero bué… En mi caso no sentía temor por ser descubierto. No obstante, parado allí dando números de teléfono, direcciones, RUT, grupo sanguíneo, equipo de fútbol y cuanta cosa me pedían, no pude evitar la reflexión acerca de esa primera compra.

Es que a las niñitas se les hace mucho más sencillo. Van al doctor, les dan una receta, la presentan en el mesón y así, sin mucho aspaviento, consiguen sus píldoras. En cambio, el niñito está solo. Y si es tímido, ¡dios lo ayude!

Tiene que llegar a la farmacia, armarse de valor, decidir si les va a llamar “preservativos”, “condones” o simplemente “esos” (alternativa que sólo funciona cuando los adminículos se encuentran a la vista y pueden ser indicados con el dedo) y esperar a que le devuelvan un bombardeo de alternativas para saber si los quiere “large”, “rugosos”, “con nonoxinol”, “retardantes”, “de colores”, “hipersensibles”, etcétera, etcétera, etcétera. Todo esto, mientras la señora del lado (la que sacó el número siguiente para ser atendida) lo observa con una inevitable sonrisa.

Sí. Mucho más fácil para las niñitas… Aunque, ahora que lo pienso, en el caso de la dama, su famosa receta aparece después de un examen un poquitín invasivo, ¿o no? que le lleva toqueteos y todo. Experiencia que el chicoco no tiene que vivir antes de comprarse los condones, aunque eso le valga (en algunos casos) una pequeña vergüenza frente al químico farmacéutico y demás compradores.

La pregunta es… ¿qué preferimos?, ¿toqueteo con receta o vergüenza sin manoseo?

Es que el mundo del preservativo da para mucho. Así que le dejo la inquietud.

Gracias por venir.